Omar Cid Maureira: Otro cuerpo

20080206

Otro cuerpo



Parecía fantástico despertar y abrir los ojos, y ver el cristal de mi visor lleno de grandes gotas frías; al poco rato de limpiarlo, aún recostado, veía la ciudad con sus moribundas luces nocturnas y la luz del alba que la envolvía desde lo alto; como yo desde acá arriba; entre los árboles, la ciudad se extendía aún dormida en el valle. Desperté temprano para estar tan cansado, desperté antes, quizá por la ansiedad de saber que había dormido una noche ‘afuera’. Aunque aún no podía incorporarme sabía que había sido suficiente sueño, -lo necesario dado mi entusiasmo – para comenzar esta nueva jornada sin mayor protección.

Fue solo una mañana oscura de invierno, de afanosa lluvia, que al entrar a la sala, escuche además, luego de sacarme mi aparatoso gorro, las risas de mis compañeras. Luego como en una tormenta mítica, las burlas de mis compañeros; no había alcanzado ha quitarme mi nuevo traje de lluvia, cuando me lo arrancan y comienza su vuelo por el pabellón, se enredaba en los clavos de los muros, se rasga, y alguien como yo se sentía más desnudo esa mañana.

Ahora tibio, seco, tomando aire por mi nueva nariz electromecánica; que desde el exterior gélido lo interna a mi traje a la temperatura y humedad correcta, inmune de los bichos, e invisible a los fantasmas hambrientos, que con sus hocicos húmedos hurgan la noche, de mi piel mimetizada. Al girar mi cabeza, reconocí que había dormido sobre piedras y ramas, pero mi espalda entendía que había reposado sobre un colchón familiar, agradecido del calor y un mullido simulado.

Mi vieja me escucho con una expresión de infinito cariño, sin hablar, después de todo ella me había ayudado a cocer mi supertraje de Lluvia-viento, seca mis lagrimas lentamente, hasta que cesan mis espasmos, y como si nada concluyo que debo insistir. Extrañamente nos reímos, claro que exageramos un poco, con esa visera color naranja, esos guantes y los cubre zapatos, satisfechos porque había cumplido su objetivo; cuando volvía su mirada a la máquina de tejer, yo borraba mi sonrisa al recordar las risas de mis compañeros de escuela.

Debía separar las piernas, para pasarlas a sus habitáculos de travesía, y desde ahí incorporarme, por otro lado lentamente el aislante inflado que me separaba del suelo, se desvanecía, ya apenas yo abrí los ojos, sentado ya sobre el suelo, guarde todo el equipo de vigilia en mi espalda, y embutía mis pies desnudos en los blandos zapatos que esperaban en el extremos de este nuevo ‘traje’. Ya de pie, mi panel daba coordenadas, nueve grados bajo cero, puntos reconocibles, rutas posibles, humedad, brújula; mientras introducía mis brazos y mis manos a los guantes ajustables. Había vuelto al mundo exterior, con mi nuevo cuerpo que me separaba igual de él.

Mamá, ¿por qué no me quieren?, igual yo había sido fuerte y superado solo, ese vendaval de esa mañana oscura, de borrasca y viento, y había llegado a la escuela, había triunfado de un largo viaje a mi corta edad, pero me sentía solo. ¿Mamá, por que allá me siento más solo que acá afuera?

A cada paso me alejaba de la débil señal de mi último punto de contacto, con la última ciudad, me adentraba en el bosque ralo e indiferente y me internaba en las nieves eternas, estaba a punto de probarme en mi postrimera aventura. A lo lejos se avecinaba, a cada paso difícil, el páramo blanco del desierto infinito, desolado con un moribundo que vagaba en otro cuerpo.

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