Omar Cid Maureira: 2008-02

20080212

Natalma IV: La Noche de Kiel



La luna no era condescendiente con la faena, iluminaba el rastro que había dejado Kiel sobre el sembrado, mediante la hoz ajena, y con su luz melancólica y trémula, dejaba entrever la vastedad de la campiña aún por labrar.

Tampoco la luz plata, mostraba alegría en el rostro del agricultor improvisado, que se había detenido a mirar su lánguida huella, en su primera jornada en el rol que no le tenia convencido, y con la llegada de la noche y el aullido lejano de los lobos, se le hacia más entrañable el camino.

Esa madrugada, se acerco a la abertura de la choza del anciano, todavía encandilado entró lentamente a la gris soledad de un fogón agonizante, y al encuentro de un viejo hombre, que asa un pequeño animal silvestre, en las escasas brazas.

Él, sin mirarlo casi, le pregunta:
- Has demorado en entrar, no es por timidez creo, me imagino que tu debes ser Kiel. Bienvenido.

El aludido, algo sorprendido, y enmudecido deja caer su cuerpo en un asiento cercano a la puerta, sin sostener ni siquiera una pregunta en su rostro, recibe una segunda interpelación:
- Debió tomarte días llegar hasta aquí, muchacho, ¿tienes hambre?.

Kiel niega con su cabeza y observa la luz que entra por la puerta como deseando estar en la ruta que había abandonado. Pero busca, con un artificial interés, algo en la choza, y no encuentra granos, muebles o muchas propiedades bajo ese techo.
- Puedes descansar cerca del fuego, y puedes comer de lo mío, yo tampoco lo merezco.- le habla dulcemente el viejo.

Kiel, se atreve preguntar: - ¿quien eres?, ¿como sabes mi nombre?.

El anciano, saca un trozo de carne del fuego, se lo engulle, y mordiendo con dificultad se levanta, al mismo tiempo que le responde:
- Soy Vael, un hombre de armas que alguna vez acompaño a tu padre, en alguna batalla extrañamente gloriosa, que fue negada por Natalma, te conocí pequeño. Jamás creí verte de nuevo ya grande, y menos en estas tierras de destierro. Pero tu nombre ha llegado a mi, y tu hazaña, aquí te buscaron ya, y en sus ojos vi temor, creo que entendieron que si llegabas acá, no pretendías volver, o me equivoco?.

Kiel, agacha su cabeza y no responde, mientras el anciano se acerca lentamente hacia la salida.
- Hijo, yo te recibo, puedes trabajar conmigo, en lo que yo podría llamar son mis tierras, estamos listos para la cosecha. Acá guardo algunas herramientas que peones han abandonado. Tu destreza, tu fuerza natural, tu talento lo puedes orientar a cegar el trigo maduro. ¿No crees hijo?, - al momento que sale de la choza, despreocupado.

Kiel, confundido, responde con una mueca de duda; que no atiende Vael, pero magnetizado se levanta y sigue a su anfitrión.
- Dame tu espada, y toma esta hoz, - le dictamina la voz veterana - la labor demora. Cega el trigo y puedes entrar a la choza a buscar lo que requieras.

Kiel indiferente, pregunta taciturno:
- ¿y por que estas aquí, y no en las armas?
- Hijo, a nosotros no nos quieren, no quieren nuestra sangre, lo que representamos, nos quieren trabajando la tierra, no tomándola, debemos entender eso. Y guardar silencio.

Tras un largo silencio, Kiel se quita su espada, y toma la hoz, y se disminuye en cuclillas. Tocando la tierra con su mano desnuda, y con su mirada en el suelo, habla como a si mismo.
- No sé que hacer, no sé cual es mi destino, si vuelvo hago daño, y se me voy muero cada día.

Vael, no responde con palabras, más que con un remoto y nostalgico suspiro, tan real y sincero, que provoca en Kiel el surgimiento de una débil lagrima, que borra violentamente de un manotazo. Y se dirige, decidido al cultivo, sin girar su cuerpo.

Así llego el medio día, la tarde ventosa, la noche calma, y el surgimiento de una luna testigo, que detiene a Kiel y lo hace observar su obra inconsciente de ese día, que guiado por su desconcierto abandono su espada, y dio un uso olvidado a sus huesos y músculos.

Se imagino sus días venideros en esa faena, se imagino desterrado, en tierras sin nombre, y su cuerpo se negó a sostenerlo, derrumbado, en las tinieblas de sus ojos y de su instinto no callo en la cuenta de que Vael se había acercado, hace un rato, silente.
- ¿Tienes dudas, cierto?, - y se detiene antes de seguir: -…. te acostumbraras y olvidaras lo que has vivido, hijo, y lo que has sido.

Kiel, levanta la mirada, y como una fiera atrapada, le gruñe:
- Y tu, ¿te has acostumbrado?, ni siquiera comes de este campo, sales por instinto a cazar en la noche, no has trabajado nunca estas tierras, porque sabes que no las posees, y crees que con otros puedes mantener tu mentira¡¡.
No guardas granos, no sostienes tu mismo estas herramientas, y solo le tienes miedo a morir solo.

El anciano, retira su mirada, y se gira como distraído, y entre sus ropas deja entrever su viejo cuchillo recién pulido, bajo la luz celeste de la luna. Kiel no puede resistirse, y llora, se yergue y se retira como ebrio cruzando los cultivos.

Ya lejos, y agotado se descubre en el bosque sin espada, y sin la luz de la luna, que revolotea en los alto de las copas, en las tinieblas no es capaz de ver sus propias manos, y casi en el instante, percibe en su fuero que no ha estado solo en el derrotero que ha tomado, una corazonada emerge y le indica que ha sido seguido y acorralado por bestias hambrientas, sus ojos no pueden verlas, pero sabe que si puede ser visto.

Kiel, también siente hambre, un hambre de tener sentido, de entender para que ha
nacido, y pareciera que este mundo no tiene la respuesta. Y ya no quiere sentir esa hambruna dolorosa en su cuerpo, se arrodilla en la oscuridad rendido, para ser tomado por los lobos que parecen no sufrir el mismo padecimiento, mientras gruñen entre ellos, para elegir quien de ellos le ataca primero.

20080206

Otro cuerpo



Parecía fantástico despertar y abrir los ojos, y ver el cristal de mi visor lleno de grandes gotas frías; al poco rato de limpiarlo, aún recostado, veía la ciudad con sus moribundas luces nocturnas y la luz del alba que la envolvía desde lo alto; como yo desde acá arriba; entre los árboles, la ciudad se extendía aún dormida en el valle. Desperté temprano para estar tan cansado, desperté antes, quizá por la ansiedad de saber que había dormido una noche ‘afuera’. Aunque aún no podía incorporarme sabía que había sido suficiente sueño, -lo necesario dado mi entusiasmo – para comenzar esta nueva jornada sin mayor protección.

Fue solo una mañana oscura de invierno, de afanosa lluvia, que al entrar a la sala, escuche además, luego de sacarme mi aparatoso gorro, las risas de mis compañeras. Luego como en una tormenta mítica, las burlas de mis compañeros; no había alcanzado ha quitarme mi nuevo traje de lluvia, cuando me lo arrancan y comienza su vuelo por el pabellón, se enredaba en los clavos de los muros, se rasga, y alguien como yo se sentía más desnudo esa mañana.

Ahora tibio, seco, tomando aire por mi nueva nariz electromecánica; que desde el exterior gélido lo interna a mi traje a la temperatura y humedad correcta, inmune de los bichos, e invisible a los fantasmas hambrientos, que con sus hocicos húmedos hurgan la noche, de mi piel mimetizada. Al girar mi cabeza, reconocí que había dormido sobre piedras y ramas, pero mi espalda entendía que había reposado sobre un colchón familiar, agradecido del calor y un mullido simulado.

Mi vieja me escucho con una expresión de infinito cariño, sin hablar, después de todo ella me había ayudado a cocer mi supertraje de Lluvia-viento, seca mis lagrimas lentamente, hasta que cesan mis espasmos, y como si nada concluyo que debo insistir. Extrañamente nos reímos, claro que exageramos un poco, con esa visera color naranja, esos guantes y los cubre zapatos, satisfechos porque había cumplido su objetivo; cuando volvía su mirada a la máquina de tejer, yo borraba mi sonrisa al recordar las risas de mis compañeros de escuela.

Debía separar las piernas, para pasarlas a sus habitáculos de travesía, y desde ahí incorporarme, por otro lado lentamente el aislante inflado que me separaba del suelo, se desvanecía, ya apenas yo abrí los ojos, sentado ya sobre el suelo, guarde todo el equipo de vigilia en mi espalda, y embutía mis pies desnudos en los blandos zapatos que esperaban en el extremos de este nuevo ‘traje’. Ya de pie, mi panel daba coordenadas, nueve grados bajo cero, puntos reconocibles, rutas posibles, humedad, brújula; mientras introducía mis brazos y mis manos a los guantes ajustables. Había vuelto al mundo exterior, con mi nuevo cuerpo que me separaba igual de él.

Mamá, ¿por qué no me quieren?, igual yo había sido fuerte y superado solo, ese vendaval de esa mañana oscura, de borrasca y viento, y había llegado a la escuela, había triunfado de un largo viaje a mi corta edad, pero me sentía solo. ¿Mamá, por que allá me siento más solo que acá afuera?

A cada paso me alejaba de la débil señal de mi último punto de contacto, con la última ciudad, me adentraba en el bosque ralo e indiferente y me internaba en las nieves eternas, estaba a punto de probarme en mi postrimera aventura. A lo lejos se avecinaba, a cada paso difícil, el páramo blanco del desierto infinito, desolado con un moribundo que vagaba en otro cuerpo.